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La mentalidad justiciera en las revueltas sociales (edades media  y moderna)*

 

            Carlos Barros

Universidad de Santiago de Compostela

 

           

 

            ¿Por qué una revuelta social estalla en determinado momento y lugar?

                La historiografía de las revoluciones y los movimientos sociales de los años 60 y 70 fue incapaz de responder a esta pregunta, que muchas veces ni siquiera se planteó. La subordinación de la coyuntura a la estructura, de la mentalidad a la economía, de la lucha de clases al desarrollo de las fuerzas productivas, condujeron a una grave incomprensión del papel del sujeto histórico y de sus complejas relaciones con los procesos materiales de la historia. Por lo cual, una gran parte de aquellos trabajos, adquirieron un carácter puramente descriptivo, renunciando de antemano a relacionar el acontecimiento de la revuelta con las instancias más objetivas de la evolución histórica.

                La historia social inglesa de Past and Present -así como la importante historiografía francesa de la revolución de 1789- sentó algunas bases para superar este grave déficit de investigación e interpretación, pero su irradiación fue débil y llegó demasiado tarde -a finales de los años 70[1]- cuando ya la historiografía occidental más innovadora se alejaba de los conflictos y las revueltas sociales como temas de investigación.

                Desde los años 90 se recuperan[2], con perspectivas metodológicas diversas, los movimientos sociales como objeto de investigación a consecuencia, junto con otros factores, del retorno del sujeto histórico desde 1989 en Europa y América. Este nuevo y acelerado ciclo de grandes movilizaciones sociales ha cambiado de signo, a lo largo de la última década del siglo XX. Entre la caída del muro de Berlín en favor de la democracia y la economía de mercado, y la manifestación de Seattle contra el neoliberalismo en diciembre de 1999, muchas cosas han cambiado. El punto de inflexión estuvo en la rebelión neozapatista del 1 de enero de 1994, y en los movimientos sociales franceses de diciembre de 1995. La observación de las revueltas que están acompañando este cambio de siglo, de sus causas y motivaciones que ya no son reductibles a esquemas deterministas simples, ha de contribuir a un análisis más complejo de las revueltas del pasado, a una nueva historiografía de los movimientos sociales, y viceversa: un estudio renovado de los conflictos y revueltas históricas ha de contribuir a la comprensión del porqué de  la pasividad o de la actividad, hoy, de los viejos y nuevos sujetos sociales.

                En lo que respecta a las grandes revoluciones contemporáneas, ¿el revisionismo historiográfico no evidencia la necesidad de síntesis más complejas que las proporcionadas por la historiografía del siglo XX?

                La incapacidad de las ciencias sociales -y del marxismo de la época- para preveer el derrumbe de los países del Este de Europa, y la transición al capitalismo, está ligada al paradigma economicista, estructuralista y objetivista, que dominó aquéllas desde el final de la II Guerra Mundial. A la infravaloración de la dimensión subjetiva de la historia, se ha venido a sumar, después, la fragmentación del estudio de la historia en múltiples objetos y métodos, de manera que la economía, la sociedad, la política y la mentalidad tendieron a investigarse por separado, perdiendo estos enfoques parciales y aislados toda capacidad explicativa de los hechos históricos. Concretamente, la explicación del origen, auge y decadencia de las revueltas y las revoluciones.

 

La primera instancia

 

                Volviendo a la pregunta inicial: ¿por qué una revuelta social estalla en determinado momento y lugar? En mi opinión la respuesta está más en la “primera instancia” que en la “última instancia”, siempre mediatizada por niveles intermedios que, en ocasiones, hacen irrelevante su papel. La economía no suele  intervenir directamente en las acciones de masas sino a través de la lucha política y de la mentalidad colectiva, donde coexisten elementos racionales con irracionales, reales con imaginarios, conscientes con inconscientes. Hemos verificado esta tesis investigando un revuelta social, en plena crisis del feudalismo medieval, que estalla  cuando un sentimiento colectivo de agravio deviene en mentalidad justiciera y acción revolucionaria. Son factores psico-sociales los que deciden “en primera instancia” el momento, el lugar y la forma de la acción de las masas en la Edad Media y la Edad Moderna[3]. La mentalidad de revuelta tiene más importancia, en la corta duración, que las causas estructurales en los cambios históricos caracterizados por la participación activa de gran número de personas. Las pre-condiciones estructurales son -y no siempre- condiciones necesarias pero nunca suficientes para el estallido de una revuelta. Sin embargo, la mentalidad de revuelta puede ser en sí misma condición necesaria y suficiente para la realización de la acción y el acontecimiento, estableciendo una relación con frecuencia paradójica con los datos económico-sociales. Es el caso del protagonismo colectivo y/o individual de los sectores acomodados de la sociedad en revueltas y revoluciones de todas las épocas, o el incremento de la conflictividad social contemporánea en épocas de bonanza económica y su repliegue en épocas de crisis.

                El peso en la historia de la otrora denostada “superestructura” se manifiesta, si cabe con mayor claridad, en los períodos históricos pre-capitalistas, donde lo mental y lo jurídico juegan un rol decisivo en la cohesión económica de las sociedades. De ahí la importancia del análisis de las revueltas medievales y del Antiguo Régimen para comprender algunos de los mecanismos del estallido de revueltas y revoluciones que se manifiestan también en el tiempo presente.

 

Mentalidad justiciera gallega

 

                El entorno mental y político que rodea a la justicia es particularmente relevante en la Edad Media, por constituir la administración de la justicia la principal función de gobierno, delegada por el Rey a los señores feudales. La percepción de lo que es o no es justo, transcendental en cualquier revuelta social, se puede estudiar así con más claridad y con mayor transcendencia en el medievo europeo.

                Nuestra investigación se centró  en la revuelta de los irmandiños[4], diminutivo afectivo en lengua gallega con el que se designa actualmente  a los campesinos, artesanos, pescadores, mercaderes, clérigos e hidalgos que, organizados como Santa Hermandad del reino de Galicia, se levantaron exitosamente, entre 1467 y 1469, contra los señores feudales y sus fortalezas, las cuales derrocaron prácticamente en su totalidad, con cierto apoyo por parte de la monarquía castellana y de la Iglesia.

                Gracias a testimonios orales de supervivientes y descendientes de los participantes, conocemos la preeminencia de la justicia en las motivaciones de los protagonistas y en la legitimación del levantamiento. Decían que los señores y sus representantes les hacían agravios y males desde las fortalezas, y que por ello se sublevaron y las derrocaron. El derecho de resistencia de los vasallos se fundamentaba en el incumplimiento, por parte de los señores, del pacto feudal que obligaba a los primeros a satisfacer las rentas y los servicios jurisdiccionales mientras los feudales habían de protegerlos de terceros y administrar justicia en sus señoríos. Cuando los caballeros se metamorfosean de jueces en malhechores, acusación transmitida por la tradición oral y dirigida sin demasiados matices contra toda la clase señorial, los campesinos y demás vasallos se insurreccionan para restablecer “la paz, la justicia y la seguridad en el Reino”, rompiendo durante la revolución el vínculo vasallático y negando, en consecuencia, el pago de tributos o los servicios debidos a los señores[5], incluyendo aquellos que simpatizaban con la Hermandad. La quiebra de sistema mental de los “tres órdenes” (los caballeros defienden, los clérigos rezan y los campesinos trabajan para mantenerlos), provoca un inversión de valores -y de poder- en los años 1467, 1468 y 1469 que tendrá efectos duraderos. Dejará el terreno libre para la implantación de la justicia pública por parte del naciente Estado moderno, el cual va a recuperar muchas de las atribuciones políticas cedidas a los señores feudales en la Alta y Plena Edad Media: la justicia en primer lugar. Será la forma de resolver, “desde arriba”, la crisis de hegemonía señorial que tiene lugar en toda Europa entre el siglo XV y XVI, y cuya resolución, en el reino de Galicia, se caracteriza por una fuerte intervención “desde abajo”.

                ¿Cómo se entrelazan consiguientemente la economía, la sociedad, la política y la mentalidad en la revuelta irmandiña? La crisis del feudalismo en la Baja Edad Media, desde la peste negra de 1348 en adelante, induce en toda la Corona de Castilla, con la victoria trastámara en la guerra civil 1366-1369, un cambio cualitativo en la clase dirigente, que transita de la “vieja nobleza” a una  “nueva nobleza” que desplaza a la Iglesia del poder social, antes hegemónica en el sistema feudal gallego. La “nueva nobleza” trastamarista impone así una segunda feudalización del reino que concluyó en 1467, cuando, después de una serie de revueltas locales que sirvieron de ensayos, una sublevación justiciera y antiseñorial de gran envergadura que inicia, sin duda alguna, los tiempos modernos en Galicia.

                Hemos comprobado en Mentalidad justiciera de los irmandiños que, en efecto, en los años anteriores al levantamiento tiene lugar un incremento notable de las denuncias de agravios y daños cometidos por los señores y sus servidores. La disminución de los ingresos señoriales,  y la continua guerra de los señores por el control de la tierra y los hombres, generalizan la delincuencia directa e indirecta de los caballeros del reino. La crisis económica bajomedieval mengua, pues, la renta feudal al tiempo que incrementa los costes señoriales de mantenimiento de los séquitos militares y de las fortalezas, así como los gastos suntuarios. Los señores gallegos precisan de la violencia para obtener más ingresos, y más tierras y vasallos que generen ingresos. Roban ganado para mantener soldados y fortalezas, secuestran mercaderes y campesinos acomodados para obtener dinero, ocupan por la fuerza la jurisdicciones de la Iglesia, del Rey y de otros señores... Las guerras feudales y las revueltas sociales, engendradas por la violencia expropiadora e ilegal de los caballeros, agravan a su vez la situación de éstos al incrementar sus pérdidas y mermar sus ganancias. Finalmente, la cadena se rompe por el eslabón más débil: la relación señor/vasallos, en una coyuntura de agudización de las contradicciones tanto en el interior de la gran nobleza laica como entre ésta y la baja nobleza, las ciudades, la Iglesia o el Rey legítimo. Por lo cual no es extraño que, cuando los campesinos y artesanos indignados comienzan las insurrección contra las fortalezas y sus dueños, a quienes derrotan militarmente, nadie se mueve en su apoyo porque todos se sentían víctimas de los señores de las fortalezas. 

                Este levantamiento armado de los vasallos contra las fortalezas, que transforma la santa hermandad concedida por el Rey para mantener la justicia, la paz y la seguridad en el reino de Galicia, en un movimiento anti-señorial de gran radicalidad, no se desencadena contra los tributos feudales sino contra los crecientes delitos comunes que venían cometiendo los señores y su gente contra los vecinos del Reino. Son los actos señoriales contra derecho, según la percepción popular, los que convierten en insoportable, en la primavera de 1467, el dominio señorial a través del sistema de fortalezas. Las rentas y los servicios jurisdiccionales, pese a que también se habían incrementado, no hacen detonar la gran rebelión antiseñorial. La legitimidad de los tributos que cobraban los caballeros formaba parte de la mentalidad medieval. El consenso feudal se interrumpe realmente cuando fallan las contrapartidas que reciben los vasallos por pagar sus tributos: un régimen de justicia, es decir, buen gobierno y protección contra terceros. Para la mentalidad medieval, vasallática/señorial, resulta inconcebible que el señor que debería proteger a sus vasallos de los malhechores, se transforme el mismo, a ojos del pueblo,  en un malhechor. Una delincuencia señorial que es percibida como general,  es la gota que desborda el vaso y hace intervenir en la historia a la gente común. Esta metamorfosis del sentimiento acumulado de agravio en acción justiciera desata, a renglón seguido, la rebelión anti-señorial pura y dura.

                ¿Cómo aparecen los tributos feudales en los memoriales de agravios? Algún impuesto es denunciado por los vasallos rebeldes como si fuese un atraco[6]. Las más de las veces, los tributos señoriales aparecen en la lista de quejas a continuación de los agravios, siempre en un lugar subalterno respecto a robos y rescates con su correlato de homicidios y violaciones, porque en la acción directa antiseñorial cuentan más los hechos que las palabras. La quiebra de la relación social señores/vasallos, la derrota militar de los caballeros y la ocupación por parte de la Santa Hermandad de sus tierras y bienes, tienen como efecto inmediato el impago de rentas jurisdiccionales. La ruptura vasallática no es la causa primera de la revuelta sino su consecuencia más inmediata.  Viven sin señores dos años por la inculpación universal de éstos en hechos delictivos, indudablemente la conciencia antiseñorial de los rebeldes trabajadores no podía estar más satisfecha. Se habían adelantado, por un tiempo breve, tres siglos a la emancipación feudal campesina. Los señores retornarán en 1469, pero ya jamás las cosas volverán a ser como antes: perdida su hegemonía moral en Galicia los Reyes Católicos aprovecharán para “exiliarlos” en la Corte de España.

                En conclusión,  ¿por qué estalla la revuelta en el reino de Galicia en abril de 1467? El primer factor es, sin duda, la mentalidad popular de revuelta, fundamentada en el uso alternativo de la justicia[7]. El segundo factor es la coyuntura política de guerra civil y vacío de poder en la Corona de Castilla entre 1465-1468, que los sectores políticamente informados, sobre todo urbanos, aprovechan para arrancar de Enrique IV el permiso para formar hermandades y, meses después, el apoyo legal a los masivos derrocamientos de fortalezas. El tercer factor es el aumento, a lo largo del siglo XV, de la presión tributaria de los nuevos señores sobre los vasallos propios, de la Iglesia o de las ciudades de realengo, sin ahorrar violencia. El cuarto factor es la evolución crítica  de la demografía y la economía gallegas desde mediados del siglo XIV, que incide -y se expresa- sobre todo lo anterior.

                La explicación de un fenómeno complejo como una revuelta sólo puede ser global,  resultado por consiguiente de la conjunción de dichos cuatro factores, que no funcionan por separado, lo cual no excusa una jerarquización, que va a depender de cada caso concreto y del arco temporal que consideremos. El peso de lo mental, lo político, lo social o lo económico, va de mayor a menor en la corta duración y de menor a mayor conforme el intervalo temporal se amplia. Al menos en el caso de las revueltas sociales, acontecimientos vinculados al cambio histórico por definición.

                Por supuesto que las revueltas sociales de los siglos XIV y XV son consecuencia de la crisis del feudalismo, pero no se dice mucho con ello. En muchos sitios no hubo revueltas. Y no es lo mismo el ciclo de revueltas de la segunda mitad de siglo XIV en Francia, Países Bajos e Inglaterra, a continuación de la peste negra, que las revueltas  de la segunda mitad del siglo XV en España (Galicia y Cataluña), vinculadas a una segunda servidumbre y a los prolegómenos del Estado moderno, fenómenos que en otras partes de la Península Ibérica y Europa no han venido acompañados, sin embargo, de grandes revueltas. Tampoco una coyuntura política favorable es determinante para la explicación de porqué estalla la revuelta: en ningún otro lugar de la Corona de Castilla se repitió una revuelta como la irmandiña durante la guerra de Enrique IV con la nobleza; ni tampoco en otras zonas de la Corona de Aragón tuvo lugar una revuelta como la remença de Cataluñadurante el reinado de Fernando el Católico[8] . En la muy corta duración, lo decisivo es pues la formación de la mentalidad popular de revuelta, donde la justicia suele jugar un papel central: cuando la gente se siente agraviada, injustamente tratada, se rebela. La mentalidad del instante con su carga de emotividad suele ser tan importante que sin ella, sencillamente, no hay revuelta, y si no se produce el acontecimiento, no tendríamos objeto de estudio.

 

Mentalidad justiciera en otras revueltas

 

                Otros estudiosos de las revueltas medievales y modernas han detectado, naturalmente, el papel de la mentalidad justiciera en su desencadenamiento, pero sin concederle demasiada importancia por razones de tipo metodológico, historiográfico y epistemológico.

                Así los levantamientos del Flandes marítimo (1323-1328) se inician -resume Hilton- cuando el conde de Flandes trata de cobrar un nuevo tributo, impuesto por Francia, a los campesinos y artesanos, siendo “el encargado de protegerlos”[9].  150 años antes de los irmandiños el sentimiento de agravio rompe asimismo en Flandes el consenso feudal cuando el señor hace todo lo contrario de lo que le correspondería según el sistema de los “tres órdenes”como “defensor” de sus vasallos. La ideología trifuncional no es sólo una construcción intelectual, es una mentalidad extendida que guía las acciones individuales y colectivas de los hombres medievales.

                La paradigmática jacquerie de 1358, ¿no fue provocada por “las requisas para el avituallamiento de los castillos de la nobleza de la región de París”[10]? Se trata, precisamente, de uno de los agravios señoriales más citados por los irmandiños. Desde finales de 1357,  los campesinos de Ile-de-France sufrían el pillaje de hombres armados que -escribe Froissart- “robaban día tras día todo el territorio entre el río Loira y el Sena”[11]. A lo cual hay que añadir la coyuntura política: después de la derrota de Poitiers, la monarquía incrementa los tributos reales, agravio que se sumará a los robos de nobles y soldados entre los factores justicieros desencadenantes. El Estado feudal está con los señores contra los campesinos, a diferencia de lo que pasará a finales del siglo XV en Galicia[12] y en Cataluña, a las puertas de la modernidad. En sus prolegómenos bajomedievales (más en el siglo XV que en el siglo XIV) el Estado moderno precisa de una base popular para imponerse a los caballeros feudales.

                Otro caso es el de  los campesinos y artesanos tuchins de Auvergne y Langedoc se rebelan, en 1360, contra el duque de Berry porque les subió los tributos al tiempo que fue incapaz de protegerlos de los ingleses y sus mercenarios routiers[13]. La motivación justiciera se repite una vez más, está presente en las revueltas campesinas medievales más importantes.

                El desencadenamiento en mayo-junio de 1381 del levantamiento campesino inglés, responde al mismo esquema. Tributos agraviantes, indignación por acciones de la justicia real y señorial -persiguen en Londres a todo aquel que tuviera que ver con el sistema judicial-, provocan la rebelión armada, que se transforma de inmediato en acción antiseñorial pura[14]. Sin la inversión de valores sobre la justicia no  ha lugar al movimiento directo, clasista, contra los señores. Ciertamente la indignación colectiva contra la (in)justicia señorial -o contra los “traidores” consejeros del Rey- está teñida de una conciencia antiseñorial, que, al principio, se esconde tras la mentalidad justiciera. Sólo cuando la armonía de la tripartición campesinos/caballeros/prelados se quiebra en las mentalidades por causa de la traición colectiva de los caballeros a su función defensora, o de los clérigos a su función eclesial[15], sale a la superficie la confrontación bipartita campesinos/señores y la mentalidad se manifiesta sin tapujos.


                El mecanismo justiciero de las revueltas medievales suele estar presente, asimismo, en bastantes rebeliones sociales del Antiguo Régimen[16], dirigidas, en mayor grado que en el medioevo, contra el Estado monárquico. El primer resorte de la revuelta de las Comunidades de Castilla, en junio de 1520, fue un alza, no demasiado elevada, de los impuestos reales que levantó una “ola de indignación”[17] contra la monarquía y los procuradores realistas que la aprobaron. En este sentimiento de agravio comunero incurrían dos circunstancias especiales que lo agrandan. El rumor falso pero efectivo, y resistente a los desmentidos del gobierno, de una subida de impuestos mucho mayor de la real[18]; y la traición a Castilla del rey Carlos, nacido y educado en Flandes, en favor del extranjero, porque  “no es justo que su Majestad gaste las rentas de estos reinos en otros” (comuneros de Segovia)[19], y porque entregó el gobierno al señor de  Chièvres y a Adriano de Utrech, como regente, antes de marcharse para Alemania, rompiendo la promesa escrita hecha ante las Cortes de reservar los cargos públicos a los castellanos[20]. Sentimiento general de agravio, que impugna al Rey y a sus malos consejeros por traicionar funciones de justicia y protección del reino, se refuerza con las revueltas locales que están teniendo lugar, paralelamente, contra agravios perpetrados representantes reales de rango inferior. En Segovia el levantamiento surge el 29 de mayo de 1520 (nueve días después de la marcha del Rey) cuando los vecinos denuncian, en una asamblea parroquial, a un cruel aguacil del Rey que hacía las detenciones con un perro de presa[21]. Tres meses después, será la toma de Medina del Campo por  el ejército realista, “de forma más cruel que la empleada por los turcos” , lo que provoque la entrada de las ciudades castellanas en el embrión de Junta revolucionaria[22].

                La Junta de las Comunidades una vez en el poder, consecuentemente, controlará los impuestos, expulsará a los extranjeros y velará porque los funcionarios  públicos sean honestos, con el fin proclamado de restablecer la confianza pueblo/gobierno[23]. La dimensión política -constitucionalista, protoliberal y protonacional[24]- y social -antiseñorial[25].- del movimiento comunero, será posterior a los estallidos violentos de la voluntad popular agraviada. Veamos, si no, como argumentan la toma justiciera del poder los propios comuneros de Valladolid en setiembre de 1520: “reparar los males echos en el Reyno y resistir los que cada día se aparejan de nuevo, no se podía conseguir estando el poder e fuerças en manos de los mismos autores y fabricadores de los dichos males que son los que hasta aquí an estado en el consejo Real”[26], esto es, consejeros extranjeros y grandes señores. Es la misma motivación-legitimación de las hermandades de Galicia cincuenta años antes, salvo que éstas eran partidarias del Rey de Castilla, lo cual impidió la manifestación de un sentimiento protonacional. El medio siglo que separan los dos acontecimientos explica el diferente papel de la monarquía, y lo acelerado de los cambios históricos entre  los siglos XV y XVI.

                En La grand peur de 1789 (1932), Georges Lefebvre explica claramente como el miedo a los bandidos impulsa la revuelta antiseñorial y el armamento de  los campesinos franceses, inmediatamente después de la toma de la Bastilla. Insurrección general del campo que manifiesta, por vez primera, “el ardor guerrero de la Revolución y permitió que la unidad nacional se expresara y fortificara”[27].  Salto cualitativo del proceso revolucionario provocado también por un enorme agravio imaginario, virtual, pero tanto o más efectivo, por su carácter preventivo y desproporcionado, que los agravios reales, presentes en las revueltas locales que precedieron a la revolución de julio. Así tenemos, en marzo del 89, la revuelta del hambre de Manusque contra el obispo de Senez, a quien lapidan los campesinos indignados acusándole de haber favorecido a los acaparadores de grano[28]. Buena parte de los motines pre-revolucionarios contra la escasez en Francia tienen, como es habitual también en el Antiguo Régimen, una motivación ética,  justiciera[29]. Lo nuevo de julio de 1789 es el ámbito nacional-moderno del sentimiento de agravio antiseñorial, que en abril de 1467 vimos ya como alcanzó el ámbito nacional-medieval del reino de Galicia.

                El temor provinciano a los bandidos expulsados de París por la Asamblea Nacional, se juntó con la tradición antifeudal campesina y el miedo de la elite revolucionaria a la reacción de la aristocracia después del 14 de julio. Se creía firmemente que el “complot aristocrático” había hecho correr el gran rumor, después del triunfo revolucionario parisino, de la llegada de los bandidos para derrotar, sembrando el desorden y la anarquía, al nuevo poder revolucionario, que, a su vez, era acusado por los nobles de haber instigando la falsa noticia para que el “pueblo se armara” en toda Francia[30]. El rumor que atravesó Francia de manera fulgurante, en la segunda quincena de julio, fue fundamentalmente espontáneo, fruto de la coyuntura política y, sobre todo, mental, causado por la exigencia ética-justiciera que tienen todas las revueltas y revoluciones. La revolución antes que un hecho económico, social o político, es un hecho moral: pretende inaugurar una nueva justicia impugnando a la vieja clase dirigente como “traidora” a su función social por su alianza con los malhechores. La revolución de 1789 sólo se hace “francesa” cuando engendra una mentalidad justiciera de ámbito nacional contra la aristocracia feudal, surgida de un movimiento espontaneo de opinión, multi-focal, que “inventa” el complot de la aristocracia con la delincuencia de París, de la misma forma que los intelectuales ilustrados “inventaran” antes de 1789 la idea de nación, libertad, soberanía y ciudadano, que los revolucionarios ponen en práctica. El hecho de que detrás del gran rumor -como muy bien demuestra Lefebvre- no hubiese realmente conspiración “infernal” alguna de la nobleza derrotada en la capital y deseosa de retomar el poder desde las provincias, muestra la autenticidad y espontaneidad de un proceso revolucionario que, cuando le falta una pieza, sencillamente la “fabrica” desde su base social. Para que la aristocracia fuese la total encarnación del mal no bastaba con la denuncia del carácter explotador de los tributos feudales, que se pagaban desde hacía siglos, se precisaba una representación imaginaria de la nobleza que la vinculase a los hacedores de delitos comunes, y la cultura campesina y popular, de manera más inconsciente que consciente, exagerando datos reales, la reconstruye al instante.

                Se trata de una reconstrucción, de una representación social, porque los datos concretos son locales, y la dominación contestada es, en 1789 y en todas las grandes revueltas medievales y modernas, de ámbito supra local. La mentalidad irmandiña extiende en 1467 a todas las fortalezas, y a todos los “señores, caballeros y prelados del reino de Galicia”, la función malhechora atribuida localmente a determinadas fortalezas y señores (en un número elevado, ciertamente).  La mentalidad comunera consigue en 1520 el efecto agraviante abultando la subida de impuestos aprobada verdaderamente en las Cortes. Finalmente, la mentalidad revolucionaria funda la nación moderna en Francia con un imaginario antifeudal resultado de la amplificación y, además, de la convergencia, desde el campo y desde la ciudad, de algunos hechos contrastados de la llegada a provincias de los facinerosos echados de París, con el ambiente conspirativo y contrarrevolucionario que rodeaba la nobleza derrotada, mucho más impotente para actuar de lo que imaginaban sus adversarios. En todos los casos, vemos que la transmisión oral es decisiva y explica el efecto “bola de nieve”: ¿no es propio de la tradición oral la continua alteración, y frecuente exageración, del mensaje mezclando elementos reales con imaginarios? Los medios de comunicación audiovisuales de hoy hacen más fácil e instantánea esta comunicación, y también la manipulación. Es el ejemplo de la escena de televisión mostrando falsos cadáveres de ciudadanos masacrados en Timisoara que expandió y multiplicó el sentimiento de agravio, nacional e internacional, contra el régimen de Ceausescu, impulsando decisivamente la revolución democrática en Rumania en 1989.

 

¿Por qué se ocultó la “primera instancia”?

 

                Volviendo a las paradigmáticas revueltas medievales, nos encontramos, en la historiografía social de los años 60 y 70, planteamientos latentes que impidieron ver el papel primordial de la “primera instancia” en el desencadenamiento de estos acontecimientos  capitales.

                En primer lugar, la “teoría conspirativa de la historia” que, si bien se corresponde con una historiografía tradicional, resistente a la renovación historiográfica de esos años, tuvo cierta continuidad entre los nuevos historiadores sociales. En general, la pertenencia al medio académico, parte esencial de la cultura de elite, ¿no dificulta objetiva y subjetivamente la comprensión de la creatividad y espontaneidad histórica de la cultura popular? Salvo, naturalmente, aquellas disciplinas y científicos sociales más vinculados al trabajo de campo. Enfoques historiográficos más recientes crean condiciones para superar esta visión jerárquica, “desde arriba”, en el campo de la historia: historia de las mentalidades, historia “desde abajo”, historia oral, antropología histórica, nueva historia cultural, microhistoria.

                Un buen ejemplo es la interpretación de Mollat y Wolff de la revuelta urbana de Saint-Malo, en la Bretaña francesa, en el año 1308: “la sedición de Saint-Malo  se desarrolló según un esquema clásico: conjuración, desórdenes, elección de un alcalde y jurados, realización de asambleas”[31].  No es cierto que éste sea un esquema de aplicación general: en la mayor parte de las revueltas sociales pre-contemporáneas el grupo que dirige no existe como tal antes del estallido,  se constituye conforme el movimiento avanza,. Por lo demás, la relación entre el grupo de “dirige”  y la gente que “sigue” es generalmente compleja. Aún en el caso más contemporáneo de un levantamiento planificado previamente por una minoría ilustrada, el estado de ánimo y las motivaciones justicieras[32] de la masa de la población que participa, arriesgando la vida, es lo decisivo[33].

                La interpretación más conservadora de las revueltas medievales defiende su carácter asimismo conservador, incluso reaccionario, en base precisamente a su carácter originariamente justiciero y no puramente antiseñorial. Para una mentalidad tradicional no es fácil entender que el criterio de lo que es justo pase de las clases dirigentes a las clases populares. Y tampoco para un marxista tradicional es aceptable que la ética, aun colectiva, decida si una revuelta tiene lugar o no en determinado momento y lugar. De ahí la caracterización de las jacqueries medievales como movimientos efímeros, por emocionales y  violentos, y, en último extremo, conservadores, porque no “cuestionan” las bases estructurales de la economía y la sociedad. Con lo cual estamos en total desacuerdo.

                Guy Fourquin defendió, en 1972, que los levantamientos medievales “no ponen en tela de juicio la sociedad y sus fundamentos”, que no querían una “transformación social completa”, que estallan cuando “se ve de pronto como algo se hace inaceptable, insoportable”. Imaginario justiciero debido al cual los protagonistas “se convertían en sublevados, no en revolucionarios”[34].  Aquí hay dos problemas de fondo que invalidan, en nuestra opinión, dicha interpretación: la minusvaloración tanto de las causas primeras como de las consecuencias últimas de las revueltas, del uso alternativo de la justicia por parte de campesinos y artesanos como de los efectos políticos y económicos de la ruptura violenta y generalizada del consenso social. La justicia es un fundamento clave de la sociedad, el sentimiento colectivo de agravio y sus consecuencias subvierten frontalmente el orden social y, obviamente, los sublevados medievales pretendían transformaciones sociales, no las mismas, ni del mismo modo, que los revolucionarios liberales del siglo XIX o los revolucionarios marxistas del siglo XX, pero asimismo completas y radicales, y, además, consiguieron no pocos éxitos. La transición de la Edad Media a la Edad Moderna, del feudalismo medieval de la caballería al feudalismo moderno de la nobleza cortesana, hace desaparecer gran parte de las reivindicaciones de las revueltas medievales, que el historiador social de hace dos o tres décadas, prisionero de categorías conceptuales como los “cinco estadios” (comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo y socialismo), tenía dificultades para comprender en su contexto histórico, entre otras cosas porque no se planteaba oír a sus protagonistas por temor a caer en el “psicologismo”, el “idealismo” y el “humanismo”.

                La defensa de la costumbre por parte de los rebeldes campesinos en bastantes ocasiones es lo que hace afirmar, interesadamente, a Fourquin que eran “reaccionarios’, porque tenían la vista puesta en el pasado, en la vuelta a un estado antiguo, considerado como menos difícil, soportable[35]. Hilton mismo denomina a esta defensa de la costumbre por parte de los campesinos en algunos conflictos[36] como una  “perspectiva aparentemente conservadora”[37], cuando en realidad era profundamente subversiva en su contexto, intencionalidad y consecuencias. Si, manteniendo la costumbre, la presión señorial se hacía “soportable”, ello quiere decir que los campesinos ganaban y los señores perdían, ¿dónde está entonces el conservadurismo?

                El derecho consuetudinario es una forma de resistencia de la cultura popular a la cultura savante en los tiempos modernos y contemporáneos. Pero en la Edad Media es más que eso: la costumbre constituye la base principal del derecho y  un obstáculo enorme para la implantación “desde arriba” del derecho escrito y común, romano y canónico, lo que sólo ocurrirá de una manera efectiva en el Antiguo Régimen. Cuando los señores feudales enfrentan en la Baja Edad Media su crisis de ingresos agravando las condiciones de trabajo y existencia de los campesinos, fracturan unilateralmente el pacto feudal, institucionalizado en usos y costumbres. Lo “conservador” sería aquí alinearse con la ofensiva señorial que va contra la costumbre, esto es, del derecho, cayendo en lugares como Galicia en el bandolerismo. El fallo básico que lleva a esta confusión es la aplicación anacrónica, sin considerar la especificidad del contexto, de la antinomia contemporánea conservador/progresista.

                La cuestión no es dilucidar para analizar conflictos y revueltas lo que es o no derecho consuetudinario, tema sujeto a cambios en la Baja Edad Media, sino lo que es o no simplemente justo, según los participantes en los levantamientos, que unas veces se oponen a una “nueva costumbre” que intenta forzar el señor, y otras veces demandan el fin de la costumbre antigua calificada ahora de agraviante, verbigracia el derecho de pernada (ius primae noctis) y otros “malos usos” impugnados ejemplarmente por el sindicatos de los campesinos catalanes en la segunda mitad del siglo XV.

                La incomprensión de las revueltas medievales, de sus causas y de sus efectos, en la historiografía de los 60 y 70 remiten, por último, al desinterés de los “nuevos historiadores” por los acontecimientos como factores de cambio histórico. La vinculación del acontecimiento en historia social a la coyuntura, a lo episódico, a la mentalidad, condenaba las revueltas sociales a la marginalidad de una historia entendida, por aquellos tiempos, desde unos enfoques estructuralistas, economicista y objetivistas, que nos obligan hoy a una lectura más compleja de sus causas, sus desarrollos y sus consecuencias.

 

Uso alternativo del derecho

 

                Siendo la justicia un valor dominante en la mentalidad, la política, la sociedad y la economía medievales, ¿cómo puede ser utilizado por las clases dominadas para subvertir el orden? Porque la dominación social duradera está basada no sólo en la fuerza sino también en el consenso[38], sobre todo en los siglos medievales, en contra de la caricatura ampliamente difundida de una Edad Media bárbara y salvaje. El precio a pagar por la hegemonía (fuerza más consenso) de los señores en la Edad Media es, justamente, su imperiosa necesidad del consentimiento por parte de los vasallos para sostenerse económicamente, de ahí el peso de la costumbre en las relaciones sociales, que les obliga constantemente y se vuelve contra ellos en situaciones de crisis. El sociedad civil es más pactista en el medievo que en el Antiguo Régimen, cuando se desarrolla una sociedad política fuerte “por encima” de las clases, o más allá, que  en el primer capitalismo, donde la pura necesidad económica es fundamental para mantener la cohesión social. El campesino medieval, o moderno, si no paga sus tributos al señor, o al Estado, mejora sustancialmente su nivel de vida; y el trabajador asalariado si hace huelga no come. En las sociedades pre-capitalistas, con una economía de mercado inexistente o marginal, adquieren especial relevancia las relaciones de mentalidad, los modelos de comportamiento de los grupos dirigentes y las contrapartidas no materiales de éstos a las clases trabajadoras, que siempre tienen la opción legal de negar rentas  y servicios si consideran que no obtienen sus contrapartidas de justicia, protección o mediación con el más allá. Claro que, una vez desaparecido el consenso, sólo queda el uso de la fuerza por ambas partes para hacerse valer, para transitar hacia un nuevo pacto social, que, a finales del siglo XV y principios del siglo XVI, sólo puede garantizar el nuevo Estado.

                Es decir, que si hay consenso entre señores y vasallos en la Edad Media es porque comparten valores y creencias que pueden ser utilizadas por unos contra otros cuando sobreviene la crisis de hegemonía, es decir, si falla la representación social del intercambio de derechos y deberes. El consenso es, pues, la fuerza y la debilidad de la jerarquía feudal. Las ideas hegemónicas se vuelven contra la clase dirigente -o su fracción más poderosa- cuando ésta, a juicio del resto de la sociedad, “traiciona” su deberes y, pese a ello, trata de exigir sus derechos (feudales). Nos referimos no sólo a la justicia (prolongada en las ideas de paz y seguridad), sino también a la imagen y la creencia en el Rey y en Dios. El imaginario de un Rey justiciero que apoya a los vasallos contra los nobles “traidores” es uno de los componentes más frecuentes de la mentalidad medieval de revuelta[39], y está presente inclusive, paradójicamente, en los inicios de grandes revueltas de la modernidad como las Comunidades de Castilla o la Revolución Francesa. La creencia en el apoyo divino a la causa antiseñorial es también habitual en la Edad Media, y no sólo en aquellas revueltas sociales que se desarrollan como movimientos heréticos. Utilización de las ideas dominantes contra la oligarquía dirigente que gira casi siempre alrededor de la gran dicotomía justo / injusto. La imagen de la justicia de la revuelta vertebra, por consiguiente, en la Edad Media el uso alternativo de los conceptos, imágenes y valores hegemónicos.

                El modelo caballeresco que rige, o debería regir,  en la Edad Media el comportamiento de los señores feudales extiende pronto sus valores al conjunto de la sociedad. Es el caso del derecho legítimo de un agraviado a vengar violentamente su afrenta sobre el cuerpo y los bienes de quien o de quienes le han ofendido. Derecho que, en las mentalidades de la época, tienen asimismo colectivamente los familiares del agraviado, los vasallos del señor contra los enemigos de éste, los súbditos del Rey contra reinos extranjeros..., y que el sentido comunitario de campesinos y artesanos aplica una y otra vez a las relaciones entre señores y vasallos. Por su carácter fundacional, el pacto feudal entre el señor y sus vasallos trabajadores es fundamental para la buena marcha  de la sociedad y la economía feudal. Si falla  gravemente este consenso entre caballeros y campesinos el sistema se hunde, al menos momentáneamente. Por eso es tan importante el sentimiento de agravio y la mentalidad justiciera como parte primordial de las causas y de las consecuencias de las revueltas medievales y modernas.

                Con todo, la violencia desnuda, sea de los señores sea de los vasallos, no tiene capacidad para conservar la cohesión social, aunque puede sentar las bases de una reestructuración de las mentalidades, del poder y de las relaciones económico-sociales, que no dudamos en calificar de revolución -aunque no se adapte al esquema dogmático de los cinco estadios- en el caso de la transición de la Edad Media y la Edad Moderna bajo la impulso de las revueltas y las guerras sociales que tuvieron lugar desde finales del siglo XIV hasta comienzos del siglo XVI.

                La constitución del Estado moderno, ¿no es una revolución política? El humanismo y el Renacimiento, ¿no son una revolución intelectual? La reforma y la contrarreforma, ¿no son una revolución religiosa?

                ¿Pueden producirse estas revoluciones en la “superestructura” permaneciendo esencialmente incólume la “infraestructura” económica y social?

                La desaparición de la caballería señorial y de las fortalezas medievales[40], elementos constituyentes en origen de la mutación feudal del año 1000, ¿no anuncian un cambio radical de las relaciones sociales y de mentalidad entre las clases y estamentos principales de la sociedad medieval?

                No hay mejor síntoma, causa y consecuencia, de la  “transformación social completa” que tienen lugar entre los siglos XV y XVI que las revueltas populares bajomedievales y altomodernas. Urge una nueva historiografía social que aborde su estudio desde la “primera instancia” mental hasta la “última instancia” económica, con renovados enfoques globales que nos permitan superar las limitaciones teóricas, historiográficas y metodológicas de la vieja-nueva historia social, y avanzar hacia un nuevo paradigma de la historia que no haga tabla rasa de nuestro pasado historiográfico más reciente.

 


 



[1] E. P. THOMPSON, The poverty of theory and other essays, Londres, 1978.

[2] Carlos BARROS, “El retorno del sujeto social en la historiografía española”, Estado, protesta y movimientos sociales, Zarautz, 1998, pp. 191-214;  “Spanisch Historiography”, Swiat historii, Poznan, 1998, pp. 35-62.

[3] La intervención de “vanguardias” organizadas, sobre todo en el siglo XX, altera en cierta medida lo dicho pero no totalmente: los grupos organizados condicionan sus decisiones al estado de  ánimo colectivo, del cual depende el éxito o fracaso de la revuelta, y, a menudo, su propia realización.

[4]  Carlos BARROS, Mentalidad justiciera de los irmandiños, siglo XV, Madrid, 1990 (Vigo, 1988).

[5] Carlos BARROS, "Vivir sin señores. La conciencia antiseñorial en la Baja Edad Media gallega", Señorío y feudalismo en la Península Ibérica, IV, Zaragoza,  1993, pp. 11-49

[6] Por ejemplo, el peaje en el puente de La Rocha (Santiago de Compostela).

[7] Carlos BARROS, "Vasallos y señores: uso alternativo del poder de la justicia en la Galicia bajomedieval", Arqueologia do Estado. Iª Jornadas sobre formas de organiçâo e exercício dos poderes na Europa do Sul, séculos XIII- XVIII, Lisboa, 1988, pp. 345-354.

[8] Ni siquiera en Aragón, que vivía también en esos años  un endurecimiento de las condiciones de dependencia de la clase servil, Esteban SARASA, Sociedad y conflictos sociales en Aragón. Siglos XIII-XV. Estructuras de poder y conflictos de clase, Madrid, 1981, p. 175.

[9] Rodney HILTON, Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y el levantamiento inglés de 1381, Madrid, 1984, (1ª ed. ing., 1973), p. 49.

[10] Siervos liberados, pp. 149-150.

[11] Guy FOURQUIN, Los movimientos populares de la Edad Media, Madrid, 1973, pp. 222-223.

[12] En 1431, la primera revuelta organizada como hermandad en Galicia, también la monarquía tomó partido por los señores contra los campesinos rebeldes.

[13] Siervos liberados, p. 150.

[14] Ídem, pp. 180 ss.

[15] Por ejemplo, los rebeldes  cátaros que negaban el diezmo a la Iglesia por el comportamiento inmoral de los clérigos católicos.

[16] Véanse referencias a las revueltas francesas de los siglos XVI-XVII en Hugues NEVEUX, Les révoltes paysannes enEurope, XIVe-XVIIe siècle, París, 1997.

[17]Joseph PEREZ, La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Madrid, 1977, p. 163

[18]Ídem, pp. 163-164.

[19] Stephen HALICZER, Los comuneros de Castilla. La forja de una revolución, 1475-1521, Valladolid, 1987, p. 203.

[20] Idem, p. 205

[21] Idem, p. 206.

[22] Idem, pp. 210 ss

[23] Idem, pp. 225-226

[24] José Antonio MARAVALL. Las Comunidades de Castilla, Madrid, 1979.

[25] Juan Ignacio GUTIÉRREZ NIETO, Las comunidades como movimiento antiseñorial.  Barcelona, 1973.

 

[26] Ídem, p. 232.

[27] Georges LEFEBVRE, El gran pánico de 1789. La Revolución Francesa y los campesinos, Barcelona, 1986, p. 293.

[28]  Ídem, p. 57.

[29] Véase E. P. THOMPSON, "La «economía moral» de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII", Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Barcelona, 1979.

[30] Georges LEFEBVRE, El gran pánico de 1789. La Revolución Francesa y los campesinos, Barcelona, 1986, p. 194.

[31] Michel MOLLAT, y Philippe WOLFF, Uñas azules. Jacques y Ciompi. Las revoluciones populares en Europa en los siglos XIV y XV, Madrid, 1976 (1ª ed. fr., 1970), p. 47.

[32] Una variante de la visión”elitista” y  “conspirativa” de las revueltas sociales consiste en reducir su dimensión justiciera a pretexto legitimador, desconociendo su esencial función motriz.

[33] Véase si no cómo se tomó la decisión del levantamiento campesino en Chiapas el 1 de enero de 1994 en Adolfo GILLY, Sub. MARCOS, Carlo GINZBURG, Discusión sobre la historia, México, 1995, pp. 140-142.

 

[34] Guy FOURQUIN, Los movimientos populares de la Edad Media, Madrid, 1973, pp. 211-212..

[35] Ídem, p. 212.

[36] Rodney HILTON, Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y el levantamiento inglés de 1381, Madrid, 1984, pp. 83, 149.

[37] Ídem, p. 155.

[38]  Carlos BARROS, "Vivir sin señores. La conciencia antiseñorial en la Baja Edad Media gallega", Señorío y feudalismo en la Península Ibérica, IV, Zaragoza,  1993, pp. 11-49

[39] Carlos BARROS,  ¡Viva El-Rei! Ensaios medievais, Vigo, 1996.

[40] Las fortalezas medievales pierden entre los siglos XV y XVI su función coactiva e imaginaria para  quedar reducidas, las que continúan en pié y habitadas,  a una función residencial y simbólica, que con el tiempo también desaparecerá.